Wolf Hills

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Iluso. Soñador. Tonto. Ingenuo. Fatuo. Majadero. Cazador de quimeras. Perdedor.



Todos los insultos que había oído a lo largo de su vida, cada mirada compasiva y despreciativa que había recibido, todo ello, le ayudaba a mantenerse en pie frente a la ventisca y continuar cruzando pesadamente el páramo nevado, alimentándose de la falta de confianza que los demás siempre le habían mostrado. Reciclaba toda esa energía negativa en su propia convicción, cuanto más dudaban de él, más seguro se sentía. Bien valían la pena algunos dedos congelados en los pies si lograba terminar, por fin, con el invierno perpetuo que asolaba el mundo desde hacía casi un lustro.


Más o menos el mismo tiempo que él llevaba buscando la respuesta.
Nada sucede sin una razón, y por mucho que le costara explicarlo, sabía que estaba en el camino correcto. En los dos últimos días, aunque estuviera más cerca de su límite físico, intuía que había cruzado la frontera de lo inexplicable. Todo su ser sentía que por fin había llegado, de modo que no puede decirse que fuera una sorpresa cuando por fin la vio.



Aún más hermosa de lo que cabiera imaginar, sus cabellos intensamente negros envolvían el óvalo de su rostro de piel blanca y satinada, que brillaba aún más ante el contraste con el vestido de plata. Por un momento, un fugaz y débil momento, se le antojó la estúpida idea de no ser digno de colocarse frente a ella. Los cuentos, las leyendas y las cancioncillas infantiles se agolparon en su mente, y mientras la contemplaba enmudecido, con su rostro cubierto de barba congelada y la nariz enrojecida a causa del frío, sus labios citaban las estrofas sin sonido.



"... y sus ojos no son como el mar
ni el río fluyendo
no son del color del fuego
ni de la hoja en el suelo,
sus ojos no son de hielo
ni de la hiedra ni el heno
sus ojos son como auroras
que danzan y alumbran el cielo."




Sentada en su sitial, la mirada perdida al frente, no parecía darse cuenta de su presencia, y el joven buscador abandonó la frágil cortina de ramas cubiertas de afilados puñales de hielo. Subió los escalones sin dejar de mirarla, y una vez frente a ella, hincó la rodilla en el suelo con torpeza, el corazón latiéndole desaforadamente en su pecho.

- Mi... señora... -Murmuró, y su voz grave y ronca sonó sumamente desconocida a sus oídos, ya que hacía demasiadas lunas que no hablaba con nadie, y su garganta parecía haberse acostumbrado a la mudez. No sabía qué se esperaba de alguien que estaba frente a la Dama de Nieve, y con una mezcla de temor, esperanza y admiración, elevó los ojos de nuevo hacia ella, para volver a contemplar la luz que bailaba en su interior. - Señora... - Murmuró una vez más, al percibir que la mujer parecía una estatua, aún contemplando sin ver su reino de hielo.
Poco a poco, esos ojos se deslizaron sobre él, y contuvo el aliento ante su dolorosa belleza.




- ¿Quién ha cruzado mis fronteras? ¿Qué quieres de mí?

El joven parpadeó, pues su voz...
"... no era como el cristal
ni tampoco como el trueno.
No era como un cascabel,
ni silbaba como el viento.
Era huellas en la nieve y el crepitar del fuego.
Era el canto de un jilguero y el suspiro de un anhelo."

Se enderezó, sacudiéndose con ligera turbación la nieve de sus largos y despeinados cabellos, y dio un paso hacia ella.



- Soy... - Sí. ¿Quién era? Hacía tanto tiempo que no decía su nombre que no lograba recordarlo. - No importa quién soy, mi Señora. He cruzado desiertos helados y montañas nevadas para encontraros y ped... suplicaros que acabéis con el castigo que nos habéis impuesto. - Una vez dicho, sintió que los sentimientos que le llevaron a lanzarse en su arriesgada búsqueda volvían con igual intensidad, y dio otro paso hacia ella. - Los campos se han convertido en cementerios yermos. Las flores deshojadas no han vuelto a crecer, los animales huyen o mueren en busca de su propia supervivencia.
Os lo ruego... devolvednos la primavera.




La Dama de Nieve le contempló, y supo que ahora estaba viéndole. Parecía desconcertada y tomando aire, se levantó de su trono para dirigirse al comienzo de las escaleras de su templo, donde volvió a vagar su mirada.

- La primavera... - Pronunció como el que menciona a un ser querido. Luego se giró hacia el muchacho. - Mi.. Él... murió.



Y entonces, comenzó a contarle la historia más increíble y sorprendente que nadie jamás ha vuelto a escuchar, ni habían escuchado antes que él. Cómo se habían enamorado la Dama de la Nieve y el Señor de los Veranos, mucho antes de que el mundo fuese mundo. Cómo sus encuentros daban forma a las estaciones, dado que su amor estaba condenado desde el principio a ser sólo temporal, frágil y peligroso. Un beso entre ambos podía causar el otoño, un poco más de pasión derretía la nieve, y las manos del Señor del Verano eran cálidas y fogosas como el sol al tocar la fría piel de la Dama. Y así, midiendo sus gestos de amor, sus encuentros breves y siempre cuidadosos, habían cruzado eones de tiempo mientras el mundo se adaptaba a sus ciclos, desconociendo por completo que la causa de esos cambios obedecían al amor imposible de ambos. Hasta que...



- ... no sé... cómo sucedió. -La Dama de Nieve volvió a su sitial, sin mirar hacia el hombre que no se había movido desde que comenzara su asombrosa historia. - Sólo quería darle un beso, uno más... me dejé llevar y... mis manos... él me abrazó y... nunca... nunca habíamos permitido que... -Las palabras salían como susurros de sus labios, y algo brilló en su lagrimal antes de deslizarse por la mejilla. El joven, que hasta el momento apenas respiraba, demasiado abrumado por la historia, dio dos largas zancadas hacia ella, horrorizado de ver su belleza manchada por el llanto, y retiró con la mano las lágrimas de hielo, estupefacto al ver en su palma los hermosos cristales transparentes. Y de pronto, sintió un dolor lacerante y profundo, que le hizo sisear y soltar las lágrimas con brusquedad abriendo la mano, observando con incredulidad la quemazón en su piel. Alzó los ojos hacia ella, lleno de interrogantes, y entonces comprendió incluso antes de que ella respondiera, y recordó la última sequía, inesperada y brusca, tan dañina como este invierno perpetuo, pero que cesó de pronto, dando lugar a las nieves y el frío.


- El hielo quema más que el fuego. - Era una confesión herida, resignada, espantada de sí misma. - Ahora nadie templa mi frío. Nadie entibia mis labios, nadie convierte en verano mis inviernos.



El joven sintió que se le rompía el corazón de pena. Compartió la maldición, la soledad y el dolor que embargaban a la Dama de Nieve, y lejos de culparla, sólo le sobrevino una idea con tanta certidumbre y fe como la que le llevó a vagar en busca de sus respuestas.

Se inclinó hacia ella, lentamente, para no asustarla.

- Entonces, yo también arderé con vos si así cumplo mi destino.

Y acercó sus labios agrietados y cálidos a los de mujer, mientras se veía reflejado en su mirada...



"... y sus ojos no son como el mar
ni el río fluyendo
no son del color del fuego
ni de la hoja en el suelo,
sus ojos no son de hielo
ni de la hiedra ni el heno
sus ojos son como auroras
que danzan y alumbran el cielo."




Sim: Wolf Hills - The Four Celtic Seasons

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